Hace tiempo en nuestra cultura se popularizó el sintagma “gente tóxica”, expresión inspirada a su vez en el título de un libro de autoayuda que alcanzó años atrás la condición de best-seller. En esencia, gente tóxica designa el conjunto de personas que, según tendemos a pensar, son responsables de nuestro propio malestar en la existencia. En el subtítulo de aquel libro puede leerse: “Cómo identificar y tratar a las personas que te complican la vida”.
Al mismo tiempo, se ofrece allí una tipificación de las personalidades a evitar. Según se especifica en la sucesión de los capítulos: el mete-culpas, el envidioso, el descalificador, el agresivo verbal, el falso, el psicópata, el mediocre, el chismoso, el jefe autoritario, el neurótico, el manipulador, el orgulloso y el quejoso. Creyendo localizar así la causa del problema, la solución se impone por simple deducción: alejarse de aquellas personas cuya toxicidad envenena nuestras vidas.
El trayecto que supone una cura psicoanalítica invita entonces a descifrar las claves de nuestro exceso interior
Más allá del reduccionismo que implica nombrar a un otro a partir del rasgo negativo que le imputamos, más allá de la atribución de hostilidad que se vive como dirigida especialmente hacia nosotros, el problema de esta lógica radica en otro lado. Paradójicamente, perpetúa aquello mismo que busca subsanar. Al menos es la tesis que aquí vamos a argumentar en lo que sigue.
La perspectiva psicoanalítica, en cambio, introduce otras claves de lectura respecto del mismo problema. En este punto tiene sentido evocar una pequeña anécdota que involucra al psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981). Cuando se disponía a tomar un taxi en la calle un sujeto lo aborda de forma intempestiva con una serie de preguntas sobre la reanudación de su seminario anual en París, ante lo cual él responde de modo poco amable.
En la siguiente sesión del seminario se disculpa con aquella persona y justifica su descortesía aclarando que en ese momento se encontraba en un estado de “exceso de preocupación”. Paso siguiente aporta una idea muy útil en este contexto: “Es una buena ocasión para observar que, en cualquier caso, si nos mostramos crispados (…) nunca es por un exceso cometido por otro. Siempre es porque ese exceso coincide con un exceso en uno mismo” (1969-70, p. 10). Introduce aquí algo nuevo, a saber, una interrogación que retorna sobre sí mismo, en lugar de paralizarse en la queja e indignación por el exceso del otro tal como se articula en la lógica de “gente tóxica”.
Construir un saber sobre la causa de nuestro exceso interior es lo que puede ofrecernos más y mejores argumentos a la hora de decidir si es necesario tomar distancia o no de tal o cual lazo.
En otras palabras, el exceso del otro existe, perfectamente localizable como fenómeno en la experiencia de lo cotidiano. No obstante, lo que sí interesa es que dicho exceso exterior, si nos crispa, si nos alude particularmente, es porque hace resonar nuestro propio exceso interior. Es sin duda una oportunidad, ni la primera ni la última, para construir un saber sobre la causa de nuestro exceso hasta ahora inadvertido y por tanto enigmático.
Si, en cambio, eludimos dicha interrogación calificando a nuestro semejante como tóxico, entonces en adelante sólo será cuestión de tiempo para que un nuevo exceso exterior evoque aquel que nos habita desde antes en una proyección virtualmente infinita. El trayecto que supone una cura psicoanalítica invita entonces a descifrar las claves de nuestro exceso interior, de aquellas marcas de una historia que allí retornan como síntoma.
En efecto, en su tiempo Lacan lo resumió en los siguientes términos: “El análisis consiste en que se sepa por qué se está enredado en eso” (1977-78, p. 11). La perspectiva de “gente tóxica” es igual a un rechazo de aquel saber cuyos efectos pueden contribuir a interrumpir el circuito de la repetición. El “no querer saber” es una posición subjetiva que Sigmund Freud (1856-1939) llamó en su tiempo la “política del avestruz” (1914, p. 154), en alusión a aquella creencia popular según la cual el avestruz esconde su cabeza en un hoyo en la tierra ante un peligro inminente.
En estos términos se trata de un intento de solución a un problema que fracasa en sus aspiraciones y, hecho que buscamos destacar, no toca el lugar de la causa. A su vez, construir un saber sobre la causa de nuestro exceso interior es lo que puede ofrecernos más y mejores argumentos a la hora de decidir si es necesario tomar distancia o no de tal o cual lazo.