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La madre persiguió por todo el país y cazó a los asesinos de su hija

SCaldia
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Aferrada al revolver que llevaba en su cartera, Miriam Rodríguez corrió entre el gentío matutino que esperaba para cruzar el puente internacional hacia Texas. Cada tanto, frenaba para tomar aliento y mirar la foto de su próximo objetivo: el vendedor de flores.

Lo venía acechando desde hacía un año, no sólo online y en las redes sociales, sino que también había interrogado a los delincuentes con los que tenía tratos. Hasta se había hecho amiga de algunos de sus familiares, que nunca sospecharon que lo que Miriam quería era saber el paradero del joven. Pero ahora finalmente tenía una pista: una viuda la había llamado para decirle que el hombre vendía flores en el paso fronterizo.

Miriam Rodríguez estaba rastreando desde 2014 a los responsables del secuestro y asesinato de Karen, su hija de 20 años. La mitad ya estaban en la cárcel, no porque las autoridades hubieran hecho su trabajo, sino porque ella los persiguió por su cuenta, con meticulosa obsesión.

Para conseguir nombres y direcciones, se cortó el pelo, se lo tiñó, se hizo pasar por encuestadora, trabajadora de salud y funcionaria electoral. Inventó excusas para acercarse a abuelas y primos que sin saber le iban revelando algún detalle. Ella anotaba todo, y así fue armando su propia investigación, que le permitió cazarlos uno por uno.

Llegó a conocer las costumbres de esos hombres, quiénes eran sus amigos, sus ciudades de origen, cómo había sido su niñez. Sabía que antes de unirse al cártel de los Zetas e involucrarse en el secuestro de su hija, el muchacho había vendido flores en la calle. Y ahora que estaba huyendo, había vuelto al oficio que conocía, y se ganaba la vida vendiendo rosas en la frontera.

Le acababan de pasar el dato, así que esa mañana salió sin ducharse. Se puso el impermeable encima del piyama, se calzó una gorra de béisbol sobre la melena pelirroja, metió el revolver en la cartera, y encaró para el paso fronterizo entre México y Estados Unidos. Ya en el puente, observó los carritos de los vendedores de flores, pero justo ese día el joven estaba vendiendo anteojos de sol. Cuando finalmente lo detectó, su excitación fue tal que el joven la reconoció y salió corriendo por el carril peatonal, con la esperanza de escapar. Con sus 56 años de edad, Miriam lo persiguió, lo agarró de la camisa, lo arrinconó contra un vallado, y le hizo sentir el caño del revolver en la espalda.

«Si te movés, disparo», y así lo retuvo casi una hora, hasta que la policía llegó a detenerlo, redactaba La Nación, con información de The New York Times.

En tres años, Miriam Rodríguez capturó a casi todos los responsables del secuestro extorsivo de su hija, una galería de delincuentes que mientras tanto intentaban rehacer sus vidas con las más diversas ocupaciones: uno había «renacido» como cristiano, otra era taxista, otro se dedicaba a la venta de coches, y una cómplice se había convertido en niñera.

En total, tuvo participación activa en la captura de diez personas, una cacería en búsqueda de justicia que la hizo famosa y vulnerable al mismo tiempo. Nadie se atreve a desafiar al crimen organizado, y menos aún a encarcelar a sus integrantes.

En 10 mayo de 2017, Día de la Madre en México, y pocas semanas después de haber encontrado a uno de sus últimos objetivos, a Miriam la mataron a tiros frente a su casa. Su esposo estaba mirando la televisión, y al salir la encontró boca abajo en la calle, con la mano en la cartera, aferrada al revolver.

Para muchos habitantes de la ciudad norteña de San Fernando, México, la historia de Miriam refleja lo mal que está México y la encomiable actitud de quienes perseveran a pesar de la indiferencia de las autoridades. El país está tan desgarrado por la violencia y la impunidad, que una madre doliente tuvo que resolver sola la desaparición de su hija, y murió violentamente a causa de su búsqueda de justicia

Lo venía acechando desde hacía un año, no sólo online y en las redes sociales, sino que también había interrogado a los delincuentes con los que tenía tratos. Hasta se había hecho amiga de algunos de sus familiares, que nunca sospecharon que lo que Miriam quería era saber el paradero del joven. Pero ahora finalmente tenía una pista: una viuda la había llamado para decirle que el hombre vendía flores en el paso fronterizo.

Miriam Rodríguez estaba rastreando desde 2014 a los responsables del secuestro y asesinato de Karen, su hija de 20 años. La mitad ya estaban en la cárcel, no porque las autoridades hubieran hecho su trabajo, sino porque ella los persiguió por su cuenta, con meticulosa obsesión.

Para conseguir nombres y direcciones, se cortó el pelo, se lo tiñó, se hizo pasar por encuestadora, trabajadora de salud y funcionaria electoral. Inventó excusas para acercarse a abuelas y primos que sin saber le iban revelando algún detalle. Ella anotaba todo, y así fue armando su propia investigación, que le permitió cazarlos uno por uno.

Llegó a conocer las costumbres de esos hombres, quiénes eran sus amigos, sus ciudades de origen, cómo había sido su niñez. Sabía que antes de unirse al cártel de los Zetas e involucrarse en el secuestro de su hija, el muchacho había vendido flores en la calle. Y ahora que estaba huyendo, había vuelto al oficio que conocía, y se ganaba la vida vendiendo rosas en la frontera.

Le acababan de pasar el dato, así que esa mañana salió sin ducharse. Se puso el impermeable encima del piyama, se calzó una gorra de béisbol sobre la melena pelirroja, metió el revolver en la cartera, y encaró para el paso fronterizo entre México y Estados Unidos. Ya en el puente, observó los carritos de los vendedores de flores, pero justo ese día el joven estaba vendiendo anteojos de sol. Cuando finalmente lo detectó, su excitación fue tal que el joven la reconoció y salió corriendo por el carril peatonal, con la esperanza de escapar. Con sus 56 años de edad, Miriam lo persiguió, lo agarró de la camisa, lo arrinconó contra un vallado, y le hizo sentir el caño del revolver en la espalda.

«Si te movés, disparo», y así lo retuvo casi una hora, hasta que la policía llegó a detenerlo, redactaba La Nación, con información de The New York Times.

En tres años, Miriam Rodríguez capturó a casi todos los responsables del secuestro extorsivo de su hija, una galería de delincuentes que mientras tanto intentaban rehacer sus vidas con las más diversas ocupaciones: uno había «renacido» como cristiano, otra era taxista, otro se dedicaba a la venta de coches, y una cómplice se había convertido en niñera.

En total, tuvo participación activa en la captura de diez personas, una cacería en búsqueda de justicia que la hizo famosa y vulnerable al mismo tiempo. Nadie se atreve a desafiar al crimen organizado, y menos aún a encarcelar a sus integrantes.

En 10 mayo de 2017, Día de la Madre en México, y pocas semanas después de haber encontrado a uno de sus últimos objetivos, a Miriam la mataron a tiros frente a su casa. Su esposo estaba mirando la televisión, y al salir la encontró boca abajo en la calle, con la mano en la cartera, aferrada al revolver.

Para muchos habitantes de la ciudad norteña de San Fernando, México, la historia de Miriam refleja lo mal que está México y la encomiable actitud de quienes perseveran a pesar de la indiferencia de las autoridades. El país está tan desgarrado por la violencia y la impunidad, que una madre doliente tuvo que resolver sola la desaparición de su hija, y murió violentamente a causa de su búsqueda de justicia

Su sorprendente campaña cambió la vida de San Fernando, al menos por un tiempo. La gente se conmovió por la búsqueda de Miriam y se indignó por su muerte. El municipio colocó una placa de bronce en su honor en la plaza principal. Su hijo Luis se hizo cargo del grupo fundado por su madre, un colectivo integrado por las numerosas familias locales cuyos seres queridos han desaparecido. Las autoridades prometieron capturar a sus asesinos.

Marcada por una década de violencia, una guerra brutal entre las facciones del cártel, la matanza de 72 migrantes y el asesinato de Miriam Rodríguez, la localidad de San Fernando se tranquilizó durante un tiempo, como absorta en su propia tragedia.

Hasta que en julio de este año se llevaron a Luciano Leal Garza, un joven de 14 años, cuyo caso se convirtió en el secuestro extorsivo de más alto perfil desde la cruzada de Rodríguez para encontrar y luego vengar a su hija.

Luis, el hijo de 36 años de Miriam Rodríguez, no pudo evitar ver las semejanzas y lloró al escuchar la noticia. Igual que pasó con su hermana Karen, a Luciano lo secuestraron en la camioneta familiar. La familia del adolescente pagó dos rescates, que fue lo mismo que hicieron los Rodríguez en su infructuoso intento por recuperar a Karen con vida.

Otra vez lo mismo

La gente de la ciudad salió a marchar para pedir justicia para Luciano. Armaron brigadas para buscarlo palmo a palmo en medio del monte. Su madre, Anabel Garza, carismática y valiente, se convirtió en actual vocera de las más de 70.000 personas desaparecidas en México a nivel nacional, y de la ola incesante de muertes en un país donde los homicidios casi se han duplicado en menos de cinco años.

Pero esta vez la lucha es muy distinta. Años después de la campaña liderada por Miriam Rodríguez, cuya valentía y decisión fueron un faro para la búsqueda de Luciano, su caso también servía de advertencia sobre lo que les esperaba a quienes fueran demasiado lejos. A diferencia de la implacable búsqueda de Rodríguez de los asesinos de su hija, los padres de Luciano no buscaron pegarle al poderoso cártel, sino que acotaron sus esperanzas a algo más sencillo: el regreso con vida de su hijo.

«Miriam hizo lo que nosotros querríamos hacer», decía el padre del muchacho, también llamado Luciano, al cumplirse el tercer mes de la desaparición de su hijo. «¿Pero ella cómo terminó? Muerta».

El secuestro de Luciano

La familia de Luciano, al igual que todos en la ciudad, conocía la historia del secuestro de Karen y el trágico heroísmo de su madre Miriam. Y sabían que la prosperidad de la familia los convertía en potenciales blancos del crimen organizado, incluso más que la familia Rodríguez. A lo largo de los años, varios miembros de la familia de Luciano ya habían sido raptados por dinero, entre ellos su padre, que en 2012 estuvo cautivo durante 33 días.

La familia tomaba toda clase de precauciones y el monitoreo de los hijos era casi una vigilancia policiaca, pero los secuestradores sabían exactamente cómo atacar. Durante semanas, intentaron seducir a Luciano con el perfil falso de una muchachita en Facebook. «¡Qué guapo!», decía uno de los mensajes que le enviaron desde la cuenta. «Un día tenemos que conocernos». Y ese día llegó el 8 de julio de 2020, cuando acordaron un encuentro fugaz en un parque. Luciano le había advertido a su interlocutor que no podía podría quedarse mucho tiempo, porque estaba cuidando a sus hermanitas.

El adolescente se acercó hasta el lugar manejando la camioneta familiar que solía usar para moverse, y en cuestión de segundos, varios hombres armados se subieron al vehículo por la fuerza, lo empujaron a un lado y se lo llevaron: exactamente lo mismo que habían hecho con Karen seis años antes

Durante las horas que siguieron, la familia de Luciano peinó la ciudad en una búsqueda desesperada. Recién entendieron lo sucedido cuando la hermana abrió la cuenta de Facebook del chico y leyeron sus últimos intercambios.

Los secuestradores se comunicaron casi de inmediato y pusieron al teléfono al muchacho. Lo primero que preguntó fue si sus dos hermanitas estaban a salvo.

Al día siguiente, el padre de Luciano depositó una bolsa de dinero en una calle de tierra un desuso, cerca de una autopista, igual que el papá de Karen. Un día después, los secuestradores dijeron que querían más.

Para realizar el segundo pago, el padre de Luciano tuvo que manejar dos horas y dejar la bolsa con el efectivo entre dos llantas pinchadas en una estación de servicio abandonada. Mientras volvía a San Fernando, los secuestradores lo llamaron. Iban a entregar al chico esa misma noche, en la casa familiar. Nadie se fue a acostar. Cada ruido de la calle los asustaba.

A la mañana, los secuestradores dejaron de contestar el teléfono, y la familia supo que Luciano no iba a volver. Al menos no como ellos esperaban.

Incluso entonces, evaluaron las terribles consecuencias de acudir a la policía. Pero sintieron que no tenían nada que perder. «El mayor temor que uno puede tener como padre es perder a un hijo», dice Garza, su mamá. «Y eso ya nos había ocurrido.»

El despertar

El secuestro de Luciano removió algo en San Fernando. Cuando son víctimas del crimen organizado, los vecinos casi nunca hacen la denuncia. El riesgo es asimétrico. Es posible que la policía no haga nada mientras que, casi con certeza, el cártel sí hará algo, que casi siempre es una venganza.

Muchos justifican su silencio repitiendo que las víctimas participaban en actividades ilegales. «Andaban en algo», dice a menudo la gente.

Pero el secuestro de Luciano, un niño de 14 años, rompió el pacto de silencio que los cárteles tenían con los habitantes de San Fernando. Así que la familia de Luciano, al igual que la familia de Miriam Rodríguez, rompió las reglas que gobiernan la reacción habitual de las víctimas en estos casos, y convocaron a amigos y ciudadanos a marchar con ellos para exigir el regreso del joven. Organizaron grupos de búsqueda y conferencias de prensa. Su mamá grabó un conmovedor mensaje rogando a los secuestradores que le devolvieran a su hijo. Por toda la ciudad circulaban autos que reproducían el mensaje por altavoz.

En agosto de este año, la familia viajó a Ciudad de México para presionar al gobierno nacional. Acamparon en el centro de la ciudad, con ponchos para soportar la intemperie y el mal tiempo. «No nos importa la lluvia, ya no nos importa nada», dijo la madre de Luciano a los periodistas de la televisora local, mientras su grupo se refugiaba bajo las marquesinas del centro. «Lo que queremos ahorita es saber qué le pasó a nuestro hijo».

Y la presión funcionó. El gobierno envió tropas, policías e investigadores a San Fernando. Las búsquedas y rastrillajes seguían, dos o tres veces por semana.

Luis, el hijo de Rodríguez, sabía por experiencia propia que la única manera de encontrar un cuerpo era lograr que alguien hablara. En septiembre, cuando la policía estatal detuvo al líder del cártel en San Fernando, este se rehusó a cooperar.

Para ese entonces, la familia de Luciano ya sabía quiénes habían planeado el secuestro: algunos de sus propios parientes.

Luego de rastrear el perfil falso de Facebook, la policía descubrió lo que Anabel Garza, la madre, sospechaba desde hacía mucho: que varios de sus primos estaban involucrados con el crimen organizado y se habían asociado con miembros locales del cártel para extorsionar a su familia.

Pero para entonces, los primos se habían esfumado. Y las búsquedas no llevaban a ninguna parte. Ahora parecían casi superficiales, hecha para cumplir. En vez de respuestas, la familia recibió amenazas, llamadas y mensajes anónimos advirtiéndoles que dejaran de buscar. Garza ignoró las llamadas igual que Miriam Rodríguez varios años antes, pero la familia pidió custodia al gobierno.

«Ahora pedimos seguridad para nosotros, y nos dicen que mañana, que pasado, que dentro de un tiempo», dijo el padre de Luciano. «¿Qué están esperando? ¿Qué nos maten también a nosotros?».

Quitarse el miedo

Luis llegó tarde al funeral, después de que la procesión atravesó las calles llenas de vecinos que veían el paso del féretro de Luciano camino al cementerio.

En octubre, las autoridades finalmente encontraron el cuerpo del adolescente en una fosa poco profunda en las afueras de San Fernando. Los asesinos cubrieron el lugar con basura para despistar a los rastreadores. Semanas antes, unos voluntarios habían pasado justo por ahí y no lo habían visto.

El gobierno no aclaró cómo encontró el lugar. Un funcionario dijo que los investigadores habían logrado triangular la ubicación basándose en las señales de las torres de telefonía celular.

Pero resulta improbable. Horas antes de que hallaran el cuerpo, la policía había localizado al primo que ayudó a organizar el secuestro. Había sido ingresado en un hospital con un tiro en la pierna. Luego fue acusado de secuestro y asesinato.

Los vecinos, acostumbrados a callar y mirar para otro lado, vieron pasar el cortejo fúnebre, que transitaba por las calles con una lentitud que permitió que cientos de dolientes pudieran seguirlo a pie.

Un mariachi tocaba mientras los deudos presentaban sus condolencias en el entierro. El papá de Luciano expresó su agradecimiento. De algún modo, tenía a su hijo de regreso. «Quiero agradecerte por ser el hijo perfecto, por traernos alegría cada día que estuviste con nosotros», dijo.

La madre de Luciano agradeció a todos por arriesgar su seguridad para ayudarla a encontrar a su hijo. Familiares, amigos, incluso desconocidos.

«Ustedes le han enseñado a mi familia que juntos podemos defendernos», dijo. «Tenemos que quitarnos el miedo de ponernos de pie y levantar la voz».

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